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EL ENANO DE MARGAT

La inmensa mayoría de la gente estaba loca. Y los que no estaban locos estaban furiosos. Y los que no estaban locos ni furiosos eran idiotas. No tenía escapatoria. Lo único que uno podía hacer era agarrarse bien y esperar el final.
Bukowski (Pulp).

Quisiera ser golordrina que vuela cortardo el vierto...
La voz de Gardel, sonando bajito, acentuaba la melancolía del bar de Estumino.

En el otoño el café era más que nunca fragancia de viejas maderas, viruta y aserrín envueltos en efluvios de creolina, alcohol y café. Las hojas secas abrazadas al viento y la pertinaz llovizna  sabían que debían quedar afuera y por los grandes y siempre sucios ventanales podían adivinarse vecinos, amigos y enemigos, pasar o entrar, cerrando rápidamente la puerta. Los charquitos de las veredas rotas se repetían adentro, hasta que el aserrín los absorbía.

 

Dándole el envión final a su primer vasito de caña, el Profesor Aquistapace se limpió sus grandes bigotes amarillentos con la manga de la camisa a cuadros, tan parte de él como su cuerpo largo y flaco y su cara macilenta. Rondaba Aquista los ochenta y había sido profesor de Literatura por innumerables años.

Relojeando por los ventanales la lluviosa mañana del domingo mientras le sacaba presión a la máquina de café, Estumino recordaba las clases de Aquista acerca de Felisberto Hernández, muy comentadas en el pueblo y más allá. Incluso su apodo de Estumino se lo había puesto el propio profesor en plena  clase sobre “Armandito” Vasseur, uno de los escasos poetas locales, tan poco conocidos como el mismo pueblo.

-Ahora puedo contarlo porque ya no quedan trenes y los circos no aceptan
fenómenos -exclamó de pronto Aquista mientras Estumino le servía la segunda-. Mi amigo, Mauricito Revoir, el doctor, supo atender a don Aparicio hace como veinte años. Y muchas veces yo hacía las visitas con él. Cosas de muchacho.

-Esta ya la vi -comentó Arquímedes por lo bajo, desde su habitual mesa del fondo.
El Bebe, que no entendía casi nada, asentía casi todo y hacía los mandados para Estumino, movió la cabeza cómo sólo sabía hacerlo: afirmativamente. Paco, el mozo de siempre, hojeaba el suplemento deportivo de El País.

 

-Don Aparicio era ya un hombre viejo y solitario, doblado por el lumbago -tomó vuelo Aquista-. Había sido payador, y de los buenos, pero cuando lo conocí ya no escribía décimas. Y hablaba poco, casi con monosílabos. En lugar de versos lo rodeaban rebenques, taleros y trenzas de todo tipo que parecían aumentar en cantidad cada vez que Mauricio iba a verlo. Siempre en silencio Don Aparicio. Más de una vez amagaba decirle algo pero aunque Mauricio lo animara, no lo conseguía. Un día, luego de auscultarlo y dejarle algunas muestras y consejos que sabía muy bien que no iba a seguir, le preguntó señalando los rebenques quién era el guasquero que hacía esas maravillas. Sabíamos que no podía ser él: la artritis que deformaba sus dedos era suficiente impedimento. El viejo Aparicio recorrió el cuarto con la mirada, se detuvo en Mauricio, luego en mí y dijo en voz muy baja, susurrando: la vida trenza desgracias que ni usted puede aliviar, dotor.

-¡A la mierda con el poeta, Aquista!- exclamó ya no tan bajo Arquímedes desde su habitual mesa del fondo.

-Había algo en el aire. La desgracia se veía donde uno mirase -continuó  imperturbable el viejo profesor-. El campo era  pura uña de gato y zarzamora. No resultaba fácil caminar, las tranqueras estaban rotas, los animales viejos y abichados, el galpón desvencijado siempre cerrado, y el olor, un olor indescriptible, penetrante y ácido, que picaba en la nariz desde que uno pisaba el campo y aquella tristeza que se sentía como caer de los árboles. Cuando Mauricio, el médico, se fue a trabajar a Montevideo, yo dejé de ir a ese lugar donde el olor era como de comadrejas y donde la dulzura estaba en las mágicas formas del cuero trenzado.

El silencio fue aprovechado por Estumino para abrir una de las puertas de la heladera y trasegar cervezas de un cajón, cuidando de no hacer ruido.

-Pero yo supe quién era el guasquero -prosiguió Aquista hablándole a sus alumnos de domingo, mirada triste y opacada por las cataratas, el codo derecho apoyado sobre el mostrador mientras agitaba su brazo izquierdo.
-¿Quién? –preguntó Estumino como siguiendo un guión.
-Pobrecito, se confundía con los yuyos y las chircas, se internaba en las
zarzamoras, andaba por los huequitos. Lloraba. No tenía los dioses a favor pero, como ellos, estaba en todas partes -declamó Aquista con un gesto ampuloso que abarcaba desde el baño del fondo hasta los ventanales del frente.

-El Enano al ataque –musitó el gallego Cosme, sin levantar la vista del tablero de damas en el cual jugaba consigo mismo.

-No era malo. Yo lo conocí, mejor dicho lo intuí. Y creo que hasta le tuve afecto. Porque una cosa es no parecerse a nada y otra no parecerse a nadie. Y él era así, no se parecía a nadie y lo sabía y escapaba y miraba y escuchaba. Porque entendía, ¿saben? Unos lo creen fruto podrido lleno de pus; otros, embeleco de
pueblo; algunos, puro misterio, puro temor. El enano de Margat, dicen. ¿Quién lo ha visto alguna vez? A todos les da miedo lo que no conocen y usan el pánico fácil ante lo que no pueden entender. Y la prensa se hizo eco del misterio y entonces hubo reportajes y dibujos que lo retrataban. Un día a este fenómeno las manos se le volvieron filo y cuando pudo, cortó.
Estumino cerró con estrépito la puerta de la heladera.
-Disculpe, profesor.

-Imagínense el cuadro -siguió Aquista restando importancia a la interrupción sonora con un ademán de comprensión-. Como tantas veces máquina rota, tren detenido, pasajeros que bajan a estirar las piernas, a mirar donde no hay nada que ver, tarde de verano pura reverberación en medio de la nada, sol y techo de chapa, rieles hirviendo, pastos resecos, perros de lengua afuera a la sombra de un arbolito zonzo y un hastío profundo, largo como las vías de tren. Susana, aquella hermosa muchacha, bajó del tren detenido y caminó, aburrida, por la Estación. De pronto, detrás del galpón de las herramientas, Susana lo ve. Mejor dicho, él ve a Susana que era como ver a su propia madre, aquella Rosalía que había abandonado a Don Aparicio cuando el niño (¿dije el niño?) tenía dos años. Eso lo supe después.

Tomó un respiro, pidió otra caña con un gesto señorial, la sorbió despacito y como siempre se enjugó la boca con la manga.

-Susana tenía un culo que era un himno a la alegría, eso es cierto –comentó Estumino.

No había burla en el comentario de Estumino.
El viejo profesor esperó que se diluyesen los ecos de las ahogadas carcajadas de los otros parroquianos y sobre ese silencio, continuó.
-Algún día se encontrará la tira de cuero trenzado.
-¿La tira de qué? –exclamó El Bebe de ojos grandes.
-Por si no lo saben se los digo ahora –respondió soberbio el profesor- Si corto en tiritas la piel de un ser humano adulto y la extiendo, ¿saben qué distancia puedo cubrir? Tres quilómetros. La distancia que va de aquí a Margat. Tres quilómetros de Susana, el lazo que lo unía con su madre.

-Pavada de cordón umbilical, Aquista! -gritó ya descontrolado Arquímedes desde el fondo.

-¡Váyase a la puta que lo parió! Y disculpe- exclamó el profesor, dirigiendo su última frase a Estumino y yendo hacia el baño enhiesto el cuerpo y digno el porte.
Ingresaba Aquista en su habitual mutismo de las once y media.

-No hay tiempo que no se acabe ni tiento que no se corte -sentenció Cosme moviendo un ficha negra, sentencia compartida por un movimiento de cabeza afirmativamente lapidario de El Bebe.

 

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