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LE SOURIANT

Para René. Por René.

1980.

 

Jean Gabin hundía un cacho de pan en la untuosa yema de un huevo frito y  yo me decía: “es igual a nosotros”.
Yo, gurí de pueblo ayer y seguramente todavía, sentía que ese señor que inundaba la pantalla del cine Palace, podía ser mi tío Alberto, ir al Estadio conmigo y gritar un gol de Peñarol en la hora para luego, sentados en algún boliche, contarme alguna anécdota de los cracks olímpicos o de él mismo, crack también, sonrisa, pan y huevo frito, igual a nosotros.
Sin embargo, Magdalena, acá no hay nadie igual a nosotros.
Vos tenés tus clases en la Sorbona, Andrés la escuela, Carina la revista y Luis eso del laboratorio. Entonces todo está bien, en su lugar.
El que no está bien soy yo. No voy a clases ni estudio ni trabajo. Tengo más de cincuenta que bien sé que siguen siendo quince cuando te escribo. Años de más, especialización de menos. ¿Qué hago? Reparé todo lo que podía repararse en esta enorme casa; hasta traté de cuidar perros y así colaborar en parar la olla.
Pero la olla se me cae encima, Magdalena y me ensucia y me desparrama por todo el cuerpo estas ganas locas de salir corriendo.

 


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Hace dos años que estamos aquí. La decisión de venirnos fue tan difícil como la de tantos. Argumenté durante años, empleé tácticas dilatorias, pero perdí como en la guerra.
Aquel pedacito de tierra donde nacimos era arena entre las manos, cada día más pedazos rotos de viejos pedazos enteros, dolor y persecuciones y mordazas y rencor y medidas prontas.
Todos ustedes tenían la seguridad de conseguir trabajo y yo -el hijo de franceses, la carta de presentación- yo vería.
No vi nada. Me quedé mirándome a mí mismo y entonces fue el pánico de perderme, de desaparecer, de convertirme en otro hombre de plástico como los que ahora manejan esos autos rugientes que pasan y pasan.
Hace cuatro meses que los cuento a través de esta ventana. Han pasado catorce mil novecientos ochenta y siete de 14 a 16, que es mi horario de observación. Sin rostros, sin gestos, sólo máquinas, sombras mecánicas, bultos que se van.
Estoy solo, tal vez un poco loco.
Allá algunos días de otros tiempos me alcanzaban para sentirme solo en algún lugar. Otros días, era yo quien alcanzaba algunos lugares para sentirme solo algún tiempo.
Era una necesidad que nunca entendiste: meterme en un boliche y mirar por la ventana y café, cigarrillo y ventana era estar solo y era bueno.
Ahora siempre estoy solo. Todos están forjando su futuro. Yo miro por la ventana. No puedo hacer otra cosa.

 

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A veces tomo mate. En la buhardilla, paredes salpicadas de fotos, cartas y recortes de diarios de mi pedacito de tierra, tomo mate. De a ratos toco la armónica, releo cartas y me cebo con la caldera.
Conseguí la yerba en esa gran tienda de productos tan exóticos como yo, rara avis.
Y vuelo con el mate, Magdalena. Vuelo, aunque de paso deba tragarme alguno de los tranquilizantes.
Afuera, la vida sigue siendo de plástico.

 

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¿Te acordás cuando cuidaba perros? Ciudadanos privilegiados los perros. Clínicas, colonias de vacaciones, tiendas, peluquerías, asilos.
Leía ayer que en Brasil cada minuto y medio muere un niño de hambre. Mientras vos, Magdalena, escuchás esta cantinela, varios niños se están muriendo.
Pero hablaba de los perros. Yo, todo sonrisas, oui madame. Ella, cuídemelo a mon cheri que anda medio estreñido y no me lo coloque junto a ningún pomerania porque les tiene idea y no me le dé Camembert porque lo estriñe más.
Y el perro mirándome serio, digno, con su cara de perro francés.
Es curioso, pero los perros recién recuperan su cara de perro en España. Allí sí se rascan las pulgas, levantan las patitas meando arbolitos, le ladran a los autos y a la luna y se cagan como dios manda en cualquier parte. Perdí el trabajo porque no les daba pelota a las madame y los bichos siempre terminaban comiendo de mi olla popular. Los primeros días, cara de asco. Luego, hambrientos, pero menos que los niños de Brasil, hasta las asas, Magdalena.
Estas bestias del desarrollo incluso ofician de super-stars en espectáculos porno de amplia escala zoológica. Fox-terrier-gran danés, ganso-gansa y hombre-mujer para poner (entre todo lo que se pone) la nota exótica.
La pornogansada me dejó boquiabierto. Hay quienes pagan para ver dos gansos copulando. Vos sabés que no exagero, vimos juntos el anuncio. Supongo que se excitarán con el llamado de la especie.
Tal vez vos ahora…pero, no sé. Creo que nunca vas a entrar al show de los gansos.

 

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Vos estás bien y eso me tranquiliza. Carina tiene la edad justa para sentirse feliz algún día en este viejo nuevo mundo. Luis la quiere bien y la va a ayudar.
El tema es Andrés. Tiene doce años, Magdalena y vos decís que se adaptó, pero me sigo preguntando a qué. En estos dos años ya tiene cinco amigos. El último se lo trajiste en su cumpleaños. Tiene ochenta funciones y se conecta al televisor.
En el mundo del desarrollo no se estila jugar a la pelota en la calle ni andar con chapitas en los bolsillos. Lo malo es que tampoco se estila la sonrisa.
El primer mes -vos lo escuchaste en el supermercado- yo era “le souriant”. Los vecinos no podían entender por qué yo los saludaba sonriendo. El exótico animal sudamericano sonríe sin motivo. Parece amable, pero seguramente es peligroso.
Andrés está aprendiendo de todo, es cierto. Pero se olvidó de sonreír. ¿A qué se adaptó, Magdalena?
Lo imaginé de saco y bigote, cómplice, fraterno y solidario, compartiendo un café con su padre ya veterano y mirando juntos desde la mesa del boliche hacia la lluvia de Montevideo, aunque la ciudad duela.
El cambio fue demasiado brusco. Antes, allá, la maquinita sofisticada era un sueño, la bicicleta otro sueño y es lindo vivir soñando, Magdalena.
Es más lindo caminar que llegar porque siempre que llegás, tenés que volver.
¿Te acordás de aquella “Ida y Vuelta” de Benedetti que hizo Grupo Gente?
Y bueno, aquí uno llega a todo, todo está cerca y entonces, irremediablemente, vivís estando de vuelta.
Por eso los gansos, Magdalena.

 

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Recuerdo los primeros meses, cuando todos trabajamos para reacondicionar la casa de Le Pecq. Amplia, enclavada en una zona residencial a doce quilómetros del centro de París, rodeada de mansiones señoriales con jardines que dan al Sena, justificaba el depósito de diez mil francos y el alquiler de dos mil.
¿Te acordás del aviso de la Municipalidad que anunciaba que en tal día recogerían objetos molestos?
Cuando vimos lo que esperaba ser recolectado, nos adelantamos a los camiones y nuestra casa tuvo dos heladeras funcionando, una tercera convertida en placard, la cocina enorme, dos televisores poco uso dirían los clasificados, la moto con ocho mil quilómetros. Amoblamos nuestra casa y nuestra vida con objetos molestos que los vecinos tiraban a la calle.
Andrés miraba todo estupefacto. No sintió vergüenza de que nos vieran recogiendo cosas viejas, supongo que porque eran nuevas o porque se dio cuenta que a los demás nos le importaba nada lo que hiciera el otro.
Pero algo empezaba a andar mal. Los sueños estaban en la vereda. Nosotros éramos los junta-junta del desarrollo. Creo que Andrés nunca pudo entenderlo.

 

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París es encantador, quién puede negarlo. El Louvre. La Catedral de nuestra Señora del mismo nombre. La Plaza Vendome, donde fumé el primer Gauloise de mi vida. La Magdalena-Partenón. Les Champs Elisées. Le musèe du Louvre. L’Opera. El color de París tiene la melancolía de la armónica, una dulzura inapresable que supongo los parisinos -aunque no sonrían- atesorarán en algún sitio.
Pero estoy cansado.
Sé que soy un mugriento sarraceno atacando a todo el ejército de Carlomagno, el Pulgarcito de Perrault frente al Pantagruel de Rabelais. Soy Santa Eulalia y ésta es mi Cantinela.
Si soy Cándido, mi Dorado no está aquí.
Soy muchos. Uno saluda sonriendo a los vecinos. Otro mira por la ventana. Todos los demás se quedaron allá.

 

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Hoy desparramé hojas secas en el jardín y les prendí fuego.
Aleteé alrededor como un pájaro moribundo y mi ropa se impregnó de olor a humo. Con el humo, volé. Y llegué a mi tierra y a mi infancia, llorosos los ojos.

 

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Como profesora que sos y si esta Cantinela te importa tan poco como creo, dirás que es a veces cursi y siempre naif.
Me cuesta decirlo, Magdalena, pero con todo respeto debés saber que me importan un carajo tus tecnicismos.

 

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Me sueño engranaje, polea, pieza de relojería. Yo, reloj entero, quiero tener mi tiempo propio, ser responsable de dar la hora que se me antoje.
No quiero que me mecanicen el alma. Quiero ser yo mismo para siempre aunque pierda pedazos en el camino.
Egoísmo, locura, estupidez, llamálo como quieras.
La elección está entre quedarme bajo el puentecito del Sena o volar donde los nidos y los árboles tienen mi misma savia, mi misma madera, mi mismos pájaros.
El puentecito sobre el Sena ha sido un buen refugio, lo confieso.
Pero la armónica no me ayudaba. Le salían los tangos como por encanto.
Desde niño, la armónica ha ocupado los momentos de soledad de mi vida. Mi padre, aquel dulce y gran francés que se fue al Uruguay hace tantos años, me había enseñado los secretos de la armónica.
Y bajo el puentecito del Sena inundé de tangos el aire irrespirable.
Me acompañaban dos amigos, dos hombres de verdad capaces de sonreír.
Eran lo que querían ser bajo el puentecito, cerrando los ojos por los tangos y el vino.
Son vagabundos por motu propio.
Ellos lloraron, abrazándome, cuando les dije que prefería volar hacia el infierno.
Que a pesar de todo -de Andrés y de vos y de Carina y del futuro-, prefería volar hacia el infierno.
Lloraron, Magdalena.

 

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Miro por la ventana. Los autitos de colección siguen rugiendo a lo lejos. Se fue el otoño y ya no quedan hojas secas en el fondo, se terminó la yerba en la buhardilla y no quiero recorrer solo calles que no conozco. Ustedes pueden, yo no.
Jean Gabin ha muerto.

 

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Es de madrugada.
Bajo del avión. Trámites en un aeropuerto a mi medida y un aire mío que a pesar de todos los pesares llena mis pulmones.
Afuera, taxis esperando y un grupo no sé si de fleteros en animada charla.
Me acerco y les hablo sólo para escucharlos.
Me miran y uno de ellos, gorro de lana y sonrisa ancha, me dice:
-No se haga robar. Mire, en quince minutos sale Giménez para el centro. El lo lleva.
Y Giménez, que jamás pisará la Sorbona, me extiende la mano fraterna y lanza al aire uruguayo una frase que resume todo lo que he intentado decirte, Magdalena:
-Acérquese que hace frío, amigo... ¿No quiere un mate?

 

                                                                                                            Montevideo, en ratos libres de Amarelle, 1980.

 

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