Textos

 

BURO BOLIESTER

 

Uno tenía seis años y entonces la abuela se murió.
La casa se llenó de gente y el turco chico durmió con su prima y le hacía buscar no sé qué cosas debajo de la cama para mirarle las piernas.
La abuela se llamaba Máxima. La prima no.
Casi cinco años atrás había fallecido el abuelo, que nos miraba a todos desde el retrato con árabes ojos soñadores sobre sus bigotes torneados, imagen romántica que balanceaba con su uniforme de Sargento de la Legión Extranjera.
La abuela también balanceaba el ensueño con la mano dura y su cercanía con su lejanía.
Tenía algo de inapresable que hacía que siempre estuviera adentro y afuera.
La abuela hacía “yoca”, añosa denominación del yogur con bichitos y todo.
Hacía música, canturreando canciones tan tristes en su idioma.
Hacía escondites con sus caramelos, inevitablemente revenidos.
Hacía sentir el rigor de la disciplina con un carácter a veces agrio, como el yogur.
Y hacía también -dulce fábrica de fantasmas- que cierta melancolía se posara para quedarse en los demás.
Algo causaba tristeza y uno -aun todavía- no sabe qué ni por qué.
Es tan así que el verbo puede conjugarse en presente: la tristeza sigue agazapadita cuando se intenta recordar, tal vez por ese asunto de los duelos no cumplidos a cabalidad por un turquito de seis años.
El Dr. Walter Santoro me contó días pasados algo que ayuda a disolver con lucecitas un poco de esa inexplicada brumosa tristeza.
La abuela tenía -faltaba más- su propio cajón de turco y recorría los hogares santalucenses tentando a damas y caballeros con su variada oferta de beines, beinillas, beinetas y nuevas maravillas “breciosas y baratas, vecina”.
Un amigo siempre cuenta que en el Chuy una palestina le mostraba un pantalón y le decía seria y vehemente mientras él por dentro hacía cabriolas de la risa: “Llévelo, señur, es buro boliester”.
El “boliester” no existía en aquellos años de Máxima casa por casa.
Pero sí el jabón Heno de Pravia, que aun existe.
Al abrir el cajón, su aroma  perfuma el recuerdo de Santoro chiquilín y hasta desaloja -viejo sahumerio- el humo del cigarrillo de este escriba, más chiquilín todavía.
Vendió de todo durante años la abuela, sobre todo a familias que bien la conocían en aquel pueblo de iguales.
Abrió el cajón, perfumó, mostró, alabó, convenció, cobró, hasta que un día, sin que la mayoría de sus clientes supiera por qué, el cajón se cerró y no hubo más turca Máxima vendiendo.
La razón se la dio mi propio padre a Santoro: “Le dije a mi madre que se acabó, que hasta acá llegó, fíjese que cada día vendía más y la cosa se complicaba,  porque aunque usted no lo crea, doctor, ella no sabe sumar. Nunca supo sumar”.
Para qué sumar, viejo Adi, si la cifra final en la cuenta de la abuela, siempre era la misma: un callado misterio libanés perfumadito con Heno de Pravia.



Fotografía anterior
Próxima fotografía