Humor

 

EL HOTEL SANTA RITA

DECLARACIÓN DE UN VIAJANTE DE COMERCIO
EN LA SEGUNDA SECCIÓN POLICIAL DE CANELONES

Sí, Señor Comisario.
Berriola, ¿no? Bueno, disculpe, ya sé que es irrelevante cómo se llame usted, pero me siento mejor si lo llamo por su apellido.
Era mi primera vez en este pueblo, disculpe, en esta ciudad.
Al divisar las luces de un hotel, estacioné mi auto, bajé mis cosas y entré en el establecimiento que, debo ser sincero, era bonito, muy bien decorado.
Me atendió amablemente un señor impecablemente vestido con traje gris, camisa amarilla, corbata rojo punzó y una flor de Santa Rita en el ojal.
Se presentó y me manifestó que era el Gerente, que su apellido era Beloso y que él no era un simple remo (*) sino una embarcación entera.
Aunque no entendí su comentario, me resultó simpático.
Cierto es que en vez de check-in dijo “chukin”, pero uno se adapta a estas extravagancias de los hoteles de vanguardia.
Me cobró por adelantado, manifestándome que era política de la empresa. La noche costaba más que en el Cala di Volpe, pero no estaba en posición de discutir dado mi cansancio.
Sucedió entonces la primera circunstancia curiosa: detrás de un jarrón creí divisar a un señor completamente desnudo que nos miraba fijamente.
La segunda circunstancia curiosa ocurrió de inmediato.
Extiende este Señor Beloso su mano hacia el tablero de llaves y entonces grita “CHUKIN!”, al tiempo que mira hacia el jarrón que estaba a mis espaldas.
Sorprendido, miro hacia atrás y como no veo a nadie retorno la mirada hacia el Señor Beloso, pero su lugar estaba ocupado por otro señor de librea, seguramente hermano del anterior (tenía las mismas cejas blancas y una sonrisa irónica), que me llevó la maleta a la habitación 44 y me deseó que pasara buena noche, extendiendo su mano derecha con la palma hacia arriba y mirándome fijamente. Le estreché la mano y cerré la puerta: no tenía cambio para dar propina.
Escuché cómo el botones de cejas blancas se iba murmurando por el pasillo.
Me llamó la atención la habitación, plagada de telas imitación piel de leopardo por todos lados, pero agotado por la larga jornada, me acosté vestido y quedé profundamente dormido.
No puedo precisar la hora, pero en la madrugada me despierta el sonido de una aspiradora por el pasillo, hecho inadmisible a esas horas.
Abro la puerta de la habitación y veo a una señora de delantal que al verme apaga la aspiradora y me dice: “disculpe, caballero”. Esta funcionaria de servicio, a pesar de sus labios grotescamente pintados y de una notoria peluca rubia, era igualita al Gerente y al botones: sus cejas eran blancas, su sonrisa irónica. Ella también me tendió una mano con la palma hacia arriba supongo que para saludarme. Lo hice y creí escuchar que murmuraba mientras se alejaba.
No me irrité: el hotel era evidentemente una empresa familiar que contaba con la prodigación y sacrificio de seguramente hermanos.
Creí adivinar al mismo señor que había supuesto ver desnudo detrás del jarrón de recepción, entreabriendo la puerta de una habitación y mirándome sonriendo. Pero es cierto que pudieron ser sólo suposiciones, fruto de mi agotamiento.
Volví a mi habitación, durmiéndome profundamente hasta exactamente las seis y treinta de la mañana.
Fue entonces, Señor, que ocurrió la circunstancia que colmó el vaso.
A esa hora comenzó el lamento del bombo legüero.
Al salir al pasillo veo de cuerpo entero a quien tocaba el bombo y más que cantar berreaba.
Era el señor del jarrón que, completamente desnudo como siempre, se desplazaba raudamente por el hotel entonando “A don José”.
Quien corría detrás de él y gritaba mesándose los cabellos era otro hermano Beloso (cejas blancas, sonrisa irónica) pero esta vez ataviado con short de Chacarita Juniors y camiseta de Wanderers.
Este deportista integrante de la nutrida familia que atendía el hotel, gritaba:
-¡No me rompas las bolas, Rata! ¡Dejáte de joder con ese bombo!
Sin embargo, no lo hacía con mucha convicción.
Incluso al pasar a mi lado me miró de reojo y dijo bajito y sonriéndose:
-Los paisanos le dicen Mi General.
Cuando bajé a recepción y toqué timbre insistentemente, indignado por la situación absolutamente inadmisible que había vivido, alcancé a ver al señor del bombo que se perdía en la espesura arbolada de los exteriores del hotel
“Ver a los indios formar el escuadrón” me dijo Beloso mirándome fijamente y sonriendo.
Yo no sabía a ciencia cierta si era el Gerente, el botones, la limpiadora, la camarera o el jugador de fútbol. Tampoco sabía si yo estaba loco o soñando o si el loco era el tipo que tenía enfrente.
“Checáu!” me gritó entonces el tipo en bolas desde afuera.
“Haga el checáu y venga al hotel de al lado”, insistió a los gritos y desapareció.
La familia Beloso (conjugada en un solo tipo parado frente a mí y mirándome fijamente con su sonrisa irónica)  me dijo entonces:
-Si la Patria me llama, aquí estoy yo.
No soporté más, Señor Berriola.
Tuve que dejar el hotel, le confieso que ya con cierto temor, pero mi cansancio podía más.
Me fui del Oriental al Biltmore, lo que equivale a decir que pagué dos veces, porque allí un señor de frac (gemelo del señor que andaba en bolas) me cobró por adelantado.
Cuando me desperté en este segundo hotel, escuché voces.
Entreabriendo la puerta observé que el tal Beloso, envuelto ahora en una manta de leopardo y con trencitas en su corta cabellera, conversaba con el señor del bombo, que volvía a estar desnudo pero ahora lucía una flor de Santa Rita en el culo.
Y vi, Señor Comisario, vi con mis propios ojos cómo estos dos soberbios hijos de puta se repartían la plata.
Por eso los maté.

(*) Referencia A Remo Monzeglio, propietario del hotel Oriental en la época del relato.

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